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ESPAÑA

Cuando progenitor no significa padre: 10 años obligada a ver al maltratador de su madre

Testimonio en primera persona de Patricia Fernández, una joven que durante 10 años fue obligada a ver y convivir con su progenitor biológico, condenado por maltratar a su madre.
Imagen de Patricia Fernández
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Cuando Patricia Fernández leyó lo que su padre biológico había escrito en una foto en la que aparecían él y su madre se dijo que ese señor, al que ella llamaba Fernando, no volvería a jugar más con su familia. Y, sobre todo, se dio cuenta de que él ya no le asustaba.

Atrás quedaban nueve años en los que ella y su hermano habían sido obligados a ver y a convivir con una persona que había sido condenada por maltratar a su madre, de la que durante cinco años tuvo una orden de alejamiento, y al que temían por todo lo que habían visto y vivido.

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"(…) diez años parando tortas, hasta el 20/02/2005, en que se las devolví …, y consiguió lo que buscaba" era lo que Fernando, funcionario de prisiones, había escrito en el dorso de la fotografía. La fecha hacía referencia al día en que Patricia y su madre, Sonia, se refieren como el de "la última paliza".

Entonces, ella estaba a punto de cumplir siete años y ese día estaba en casa de sus abuelos maternos. Su hermano tenía cuatro años y fue quien presenció cómo tras una discusión Fernando le pegó un puñetazo a su madre, cayó al suelo y ahí le siguió pegando patadas. Luego la agarró del cuello pero ella consiguió zafarse y salió corriendo en busca de ayuda.

Cuando regresó a la casa a recoger a su hijo, Fernando la esperaba descalzo en la puerta con el niño en brazos. Ella se lo llevó y ya no regresó jamás con él. En el juicio, el fiscal le preguntó a Fernando que si hubiera estado calzado la hubiese matado en ese momento. Él contestó que sí.

Patricia cuenta esta historia y lo que ocurrió en los diez años posteriores en un libro que acaba de publicarse, donde de todos los nombres que aparecen solo el suyo es real. El título, Ya no tengo miedo, es un grito sobre lo que aprendió de su madre, "que el valor no es la ausencia del miedo sino el dominio de él", como escribe en el texto.

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Recuerdos traumáticos que marcaron su infancia

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Sentada en el sofá de su casa, situada a 40 kilómetros de Madrid, explica a VICE News por qué decidió publicar su historia: "Me he pasado 10 años tragando y tragando y sigue pasando lo mismo, hay menores que el sistema judicial sigue entregando a los maltratadores y por eso quiero que el libro sea una muestra de lo que está ocurriendo".

Y lo que ocurre es que tras una década en vigor de la ley integral contra la violencia de género son mínimos los casos en los que no se concede el régimen de visitas — en 2014, solo se suspendió en 565 casos de entre las 38.947 órdenes de protección que dictaron los juzgados españoles, según datos recogidos por el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Genero del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) —. Y ello a pesar de que la propia norma contempla que los jueces puedan decidir sobre la situación.

"No te puedes imaginar lo que es que dos guardias civiles te agarren del brazo a ti y a tu hermano y te digan o te bajas del coche o te bajamos nosotros, mientras no dejamos de llorar, es una salvajada", afirma Patricia recordando cómo con siete años recién cumplidos, cinco su hermano, debían ir cada 15 días al Punto de Encuentro Familiar a ver a su padre biológico, en cumplimiento de la orden decretada por el juez. En cada visita se repetía la misma escena. Otras veces el Samur debía atenderles porque les había dado un ataque de ansiedad.

'Me parece una ofensa para mí y mi hermano que digan que él es mi padre'.

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"Era como si todas las cosas horribles que le vi hacer volvieran a mi mente y se agolparan con el miedo de que se repitieran, de que quizás no había terminado todo de verdad, como yo creía", relata Patricia en su libro cuando supo que debía volver a ver a Fernando. Apenas escribe cómo era su vida antes de la "última paliza". Hay recuerdos de su madre, triste, delgada, llorando, de las continuas discusiones y de ella, una niña de seis años, tratando de interponerse entre su madre y Fernando para que este no le "hiciera daño".

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Sí tiene grabado un episodio, que hoy, con 17 años recuerda con nitidez. "Un día estábamos los cuatro en casa y mi madre en el baño y de repente oímos que se había tropezado en la bañera", cuenta la chica. Se asustó y corrió al baño pero Fernando la detuvo y les dijo: "No importa que se haga daño, dejadla".

Tras los tres años de visitas en el punto de encuentro, llegó el verano de 2008, cuando un juez retiró la custodia a la madre. "Justificó su decisión por el SAP", explica Patricia. Lo que se conoce como el Síndrome de Alienación Parental es un síndrome que no está reconocido como tal en ningún manual médico y por el que supuestamente los hijos están influenciados por uno de los progenitores.

De hecho, en las recomendaciones que el Consejo General del Poder judicial hace a los magistrados que tratan casos de violencia de género se pide específicamente que no se tenga en cuenta este fenómeno porque "minimiza" la especificidad de la violencia machista.

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Forzados a convivir con el maltratador de su madre

Durante los tres meses de verano los dos hermanos debieron convivir con Fernando. Hasta que su madre recuperó la custodia. "No sabes cómo los devolvió, delgados, llenos de piojos y cuando se lo dije a los psicólogos me dijeron que él no podía hacer nada si los niños no querían ducharse", explica Sonia a VICE News, sentada en su casa frente a su hija.

La madre interviene de vez en cuando en la conversación para matizar algún dato y aportar su punto de vista al relato, del que deja ver la soledad y el cuestionamiento al que se enfrentan muchas veces las víctimas de violencia de género. "Todos los vecinos del edificio testificaron en contra mía, como que yo traía gente rara a casa y luego me enteré de que él [su ex marido] les había invitado a cenar", explica.

Cuenta cómo el primer abogado que tuvo — del turno de oficio — le dijo que debía cambiarse el color del pelo — ella lo llevaba rojo — y quitarse la línea del ojo que se había tatuado de forma permanente. "Incluso en la familia no te comprenden y hay gente que me llegó a decir después del juicio ¿cómo has llegado a esto?", cuenta Sonia.

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Después de la última paliza, cuando empezó a recuperarse físicamente, comenzó a ir a una psicóloga. "Me iba diciendo cosas, te pasa esto y esto, y yo me sentía completamente identificada; me dijo que era una mujer maltratada y hasta ese momento yo no fui consciente de ello", afirma.

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Tras recuperar la custodia de sus hijos, el juez estableció un régimen de visitas por el que los niños debían estar con Fernando un fin de semana cada 15 días y 40 días del verano. La Semana Santa se repartía entre cada uno de los progenitores en función de si el año era par o impar. Durante este tiempo también debían acudir a una terapia en Aldeas Infantiles como seguimiento "para ver si se reanudaba la relación con el padre".

"En las sesiones estábamos Fernando, sentado en medio de mi hermano y yo, dos psicólogos y una cámara que grababa todo", cuenta Patricia. "Siempre trataban de que mi hermano y yo habláramos bien de él y solo nos hundían más", relata en el libro.

Nunca sintieron que se preocuparan por ellos y de ahí que jamás les contaran cómo Fernando les llevaba por un puerto en el que tomaba las curvas a más de 120 kilómetros por hora y cómo ellos lloraban de miedo en los asientos traseros del coche.

O cómo otra vez les amenazó con estrellar el coche tras un discusión. "Recuerdo como el coche se movía en zigzag, cómo Fernando no dejaba de gritar violentamente mientras daba aquellos golpes, cómo David lloraba y cómo temí que, en el peor de los casos, o nos estrellásemos en aquel momento o nos dejase allí tirados", relata en Patricia en su libro.

"Cada vez que estaban con él yo me preocupaba muchísimo", cuenta Sonia. "Cuando salió el caso Bretón [ quien fue condenado a 40 años de cárcel por matar a sus dos hijos, durante un régimen de vistas] enseguida supe que los había matado y una amiga me decía que qué exagerada pero yo veía que era igual", afirma.

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Cuando ella y su hermano deciden dejar de verlo

Según Patricia iba cumpliendo años y el instituto le requería más estudio y esfuerzo lograba convencer a Fernando de que no podía viajar 400 kilómetros hasta una casa familiar que él tenía en Zamora, y donde habitualmente se quedaban cuando estaban con él. Los dos fines de semana al mes se fueron espaciando.

Las vacaciones de verano se acortaron y hasta que descubrió la fotografía con la confesión de su progenitor biológico en un sobre con cosas de su madre que él le había quitado. "Cuando vino a recogernos el siguiente fin de semana le dije que no nos íbamos", cuenta Patricia, quien entonces tenía 16 años y su hermano, 14.

Llamó a la Guardia Civil y les dijo que tenía un régimen de visitas, que su progenitor biológico estaba ahí pero que ellos no querían irse con él. "¿Y por qué te vas a ir?", le dijeron los agentes. Amenazaron con enviar una patrulla y Fernando se fue. De esto hace más de un año y hasta hoy no han vuelto a saber nada más de él.

"Me parece una ofensa para mí y mi hermano que digan que él es mi padre", cuenta Patricia con una madurez pasmosa, y continúa: "He nacido por él en parte pero para mí no es mi padre". Su padre, al que ella considera como tal, es el actual marido de su madre, que lleva con ellos más de cinco años.

"Mi hermano habla poco y de lo que vio hace 10 años nunca ha dicho nada, pero él y yo estamos ahora más o menos bien", explica la joven, quien añade: "Si esto sigue pasando es porque sigue habiendo psicólogos, peritos y jueces que lo que nos hicieron a mí y a mi hermano se lo están haciendo a más gente", concluye.

Sigue a Patricia Rafael en Twitter: @prafaellage

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